A propósito del ser humano y de la configuración de su interioridad, de los caminos que se abren en su autoconocimiento, una buena metáfora es la que Lluis Ylla relata en ¿Qué es la superficie de esta ciudad?. La transcribo imaginándome la riqueza y desarrollo personal que supone el irnos conociendo.
Llegamos a una nueva ciudad. Era simplemente esto, una ciudad. Un punto en un mapa. Encontramos casa en un barrio, entonces un barrio cualquiera. Aprendimos a orientarnos de casa al trabajo, del trabajo a casa; Nos enteramos de donde ir a comprar, de donde pasear, de donde pasar el tiempo libre. Las calles tomaron nombre, cada barrio dibujó su contorno. La ciudad era la misma, pero se había hecho más grande. Aprendimos donde teníamos que ir para adquirir lo que necesitábamos, donde podíamos pasear, donde protegernos del ardor del verano o encontrar calor en los rigores del invierno. Conocimos gente, hicimos amigos y las calles y los barrios nos hablaban de la gente. Día trás día, aquel lugar desconocido y anodino se convertía en un espacio que progresivamente se hacía nuestro y se ensanchaba. A medida que vivíamos y recorríamos la ciudad, se hacía más y más grande. Y agradecíamos más estar allí.